James Watt y el gran paso a la Domesticación de la energía parte I
No hay acto que sea más natural que prender un foco. Simplemente se oprime un interruptor y el entorno se ilumina, podría decirse que casi como por ensalmo. La luz, esa pequeña maravilla de todos los días, se ha vuelto parte de la cotidianidad que no podemos imaginarnos la vida sin ella. La electricidad, sin que la luz artificial no sería posible, introdujo en el vocabulario un término que hoy es muy común escuchar ¿De cuántos watts es el foco?, ¿A cuántos watts funciona la lavadora?, ¿De cuántos watts es la secadora? Tales son preguntas que se escuchan frecuentemente a la hora de adquirir un aparato electrodoméstico de cualquier tipo. ¿De dónde viene ese vocablo, que para el consumidor común y corriente lo mismo indica el gasto energético de un aparato que su potencia? James Watt ingeniero escoces, nada tuvo que ver con la electricidad, sin embargo fue gracias a él que la tecnología recibió uno de sus más grandes impulsos. Si bien no sería totalmente correcto decir que él fue el padre de la Revolución Industrial, si es acertado señalar que su contribución al perfeccionamiento y empleo a gran escala de las máquinas de vapor puso en marcha el mecanismo, que no se detiene incluso hasta nuestros días, de la invención incesante. Casi podría decirse que Watt y su máquina de vapor fueron el acicate que la humanidad necesitaba para imaginar y llevar a cabo hasta lo que parecía imposible. Decir que hay un antes y un después de Watt no es, en modo alguno, una exageración.
Aún cuando en un principio el uso de la máquina de vapor parecía limitarse al ámbito de la minería, en los años siguientes se demostró que el vapor era perfectamente capaz, no solo de hacer más eficientes ciertas labores que resultaban amén de penosas, muy costosas en recursos de todos tipo, sino hasta de trasladar al ser humano a través de la tierra y el mar a velocidades que parecían inconcebibles. Y también, de cierta forma, la máquina de vapor propicio que nuevas necesidades, generadas a partir de la rapidez que ganó la producción en ciertos ámbitos, hubieran de satisfacerse con nuevos inventos que aprovecharan estas nuevas circunstancias, dando lugar así a una interminable cadena de descubrimientos e invenciones que, debe de insistirse, no se ha detenido.
Ya desde tiempos remotos, el ser humano había buscado la forma de realizar sus labores de manera más eficiente, si se entiende por eficiencia el menor gasto posible de recursos de todo tipo que dé como resultado una mayor cantidad de trabajo realizada en un menor tiempo. Con este fin, la humanidad ha apelado a todo tipo de ayudas, desde la fuerza de los animales de tiro hasta el uso de herramientas que, conforme las labores se fueron haciendo más complejas, forzosamente debieron de volverse más sofisticadas para acomodarse a las exigencias de una población creciente y en constante desarrollo. Los elementos, esas presencias constantes en la vida del hombre que tenían la apariencia de genios buenos un momento para jugarle una mala pasada al siguiente, parecían poseer algo que podría servirle de ayuda. El aire, el agua, el fuego y la tierra contenían en si más fuerza que las bestias y los humanos juntos; el problema era controlar esa fuerza, sacarle provecho, convertirla en algo útil a gran escala. Quizás una de las primeras grandes revoluciones en la vida de la humanidad fue, puede decirse, no el descubrimiento sino, simplemente, la producción del fuego.
Al hombre primitivo no le era ajeno el poder del fuego: tal vez observaba como, ante sus ojos atónitos, era capaz de convertir un bosque entero en un mero montón de cenizas humeantes en cuestión de minutos. Pero así como el fuego tenía capacidad de destruir, también podía transformar los restos chorreantes de sangre de un animal recién cazado por su organismo. Y el fuego le brindó al ser humano sustanciosos aumentos en su dieta al darle la posibilidad de cocer, con la ayuda del agua, tubérculos, raíces, granos y leguminosas que, de otra manera, le hubieran sido imposibles de aprovechar. El uso conjunto de líquidos y calor no se limitó únicamente a la cocina aunque, a decir verdad, su potencial como generador de energía se desconoció durante mucho tiempo.